Tracé una línea de meta improvisada. Sería una primera fila de escalones que bajan hasta la enorme playa que mira hacia la ciudad de Santander. Una meta que mira desde el otro lado de una bahía veraniega, medio llena de un público que asiste a sus cosas. Por eso no les importó que yo detuviese mi reloj unos metros antes de llegar a los escalones (a muy poca gente le interesa de verdad los asuntos de los otros). Ni que yo hubiese decidido llegar ahí desde otro lado al que pensé días antes, ni que la distancia anunciada difiriese de la que nunca se anunció en ningún reglamento. Nada.
– Ya, pero ten cuidado hoy, borrico.
– Lo que me dejen las piernas…
La preocupación por la seguridad personal, en cambio, sí era similar a cualquier otra carrera. Una más en la que voy a estar corriendo durante horas. Una entre tantas carreras de muy larga distancia, en las que hay que medir el clima, dónde parar a comer, ese ahorro constante de fuerzas durante ocho, nueve o diez horas, y donde las consecuencias de correr se miden en unidades de automaltrato fisiológico y no en kilocalorías consumidas.
Nada nuevo salvo que estamos metidos en las entrañas de este año maldecido. Corremos en el 2020, año en el que no hay dorsales pero hay FKTs. Efe-ká-tés, acrónimo de ‘fastest known time‘. El tiempo más rápido conocido. Y está siendo en este 2020 canalla en el que se disparan las sutiles diferencias entre seguridad y aventura.
Entre miedo y curiosidad, si uno quiere verlo así.
– Sí, pero llama cuando termines cada día, amor.
Es miércoles. Corre la segunda semana de un agosto en el que se cancelan vacaciones, se vive pendiente de las medidas sanitarias que se anuncian a diario. Por si este texto se lee dentro de mucho tiempo, recordemos que, en 2020, un rotavirus saltaba de país en país produciendo miles de fallecidos. El escenario apocalíptico del mes de marzo es esperanzador en junio pero, en agosto, de nuevo se percibe una falsa sensación de seguridad que termina por unir a temerosos, prudentes y a quienes no pueden creer que la salud pública se la sude a la gente.
En términos globales esto significa que hay gente decidida a no salir de casa y otra mucha que intenta vivir una realidad coartada por mascarillas, distancia de separación y profilaxis. Genera dos bandos enfrentados. Son comportamientos dentro de un imaginario banco de peces en el que unos deciden ir a desovar a la orilla y probablemente morir y, otros, que deciden aguardar mar adentro, mirando a los suicidas, conscientes (o no) de que otros peces más grandes les devorarán.
Pronto se comprobó que la idea de esperar a que la situación escampase y que los dorsales de las carreras, por tanto, regresaran a vivir prendidos en nuestras camisetas, nos llevaría a un limbo de inacción. Y desde el momento en que se dio permiso para salir de casa, una parte de la población corredora recordó que sólo la falta de fuerzas y una voluntad quebrada podían impedir que volvieramos a correr por el mundo.
El paso adelante se dió en el mundo de los corredores de montaña. Libres, acostumbrados a correr solos durante horas, agarraban una ruta y sus fuerzas y buscaban una libertad propia, divina. Más cerca o más lejos de casa, se abría una vieja espita, individual y caminera.
Mi mundo, durante un par de días, también lo compondrían una mochila, unas flechas amarillas que te dirigen hacia el oeste, un par de mascarillas quirúrgicas, un mar a mi derecha y unas colinas a mi izquierda. El imprescindible sistema de medición por satélite e ir preguntando a la gente configurarían el establecimiento de mi FKT particular entre el Ayuntamiento de Bilbao y la estación de autobuses de Santander. Lo más sencillo, trazar calcando el Camino del Norte. Supondría unos 110 kilómetros, que podrían extenderse a 130 si evitarse cruzar las rías de Laredo-Santoña y Santander en los ferries que han hecho el servicio durante siglos.
Las siglas FKT podrían tener nuevas lecturas y reinterpretaciones. Podría hacernos viajar a esas mejores marcas no oficiales sino meramente apuntadas en el tablón de una fábrica o un pub. Mi vida deportiva ha ido girando lentamente desde el mundo World Athletics, las 8 calles de un estadio, la línea azul del maratón, hacia un itinerario aproximado que se usó en los siglos del trabajo esclavo, las migraciones del hambre o el comercio entre zonas que se desconocen mutuamente.
Es evidente que trato con exageraciones del discurso. Ni tengo tiempo disponible ni un cuerpo que me sostenga durante diez días. Ni hay drama que me lleve cruzando valles escondiéndome de la justicia, ni he de vender un morral lleno de quesos por las sierras y peñas.
¿Acordamos que el lujo del tiempo es el nuevo lujo del presupuesto? Muy posiblemente sea así. Cualquier idea similar que se os cruce por la cabeza depende de un mínimo de dos días para los desplazamientos. Salvo un puñado de valientes y otro de privilegiados, la tarea imposible es coordinar la aventura con nuestro entorno humano, entender nuestra posición en un mundo que ahora duda de todo. La mejor prestación jamás registrada, ese FKT, es la gestión de ese tiempo que se nos escurre por los dedos.
– Esta segunda etapa la has terminado muy deprisa, ¿no?
– Tendrías que haberme visto.
– Prefiero que no, ya me conoces.
– Besos. Te veo mañana en casa.