Noroeste

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Son las cinco y media de la madrugada de un sábado de Enero. Estoy en un rincón del noroeste peninsular en el que sopla un prometedor viento del Cantábrico. Las previsiones dicen que será un día soleado, que el viento hará descender las temperaturas en las bahías de Coruña, Ares y Ferrol.

Si algún día me buscáis, probablemente esté repitiendo este recorrido en un bucle infinito. Es posible que no sople el viento que me está dejando helado en la terraza del bar Martiño. Que entra, silencioso, por el viejo y agitado puente que comunica un Pontedeume que hoy está de mercado, con el otro lado de la ría. Es un sábado de invierno. Según la mitología de la Península, el tiempo debería ser tan terrible que yo ahora debería estar aterido bajo una galerna. Y no: estoy devorando un monstruoso pincho de tortilla con chorizo en una mesa del exterior del bar. A mi lado hay unas señoras mayores que almuerzan. Hay bien de tráfico de día laborable porque los sábados son siempre laborables de oro y diamantes en las ciudades-mercado.

A las seis y treinta y siete de la mañana sale un tren regional que devuelve a los jóvenes de Ferrol, de Betanzos, de toda la costa, de regreso tras la noche en la capital. Una calefacción intensa reconforta a los escasos pasajeros, que teclean con su cabeza inclinada frente al móvil. En el América uno se puede tomar un café en pleno invierno a las seis de la mañana, vestido con pantalones cortos y chaqueta térmica, abrazado por una mochila de ultradistancia, sin que nadie te pregunte. No es el mítico bar Delicias, que abre toda la noche y donde uno desayuna con redadas policiales, pero se agradece la discreción. Ya no sigue el cartel que anunciaba que por la mañana no se sirve alcohol. Pero algún parroquiano trae el alcohol puesto. Porque, en la Coruña de las últimas horas de la noche, las cosas no siempre salen como nosotros hemos rotulado en los carteles de la vida.

Correr por la orilla industrial y denostada de la ría de Ferrol es cien veces menos feo que hacerlo por mi ciudad dormitorio del centro del país. Y me alegro de vivirlo en persona. Y de constatar que construimos etiquetas y ejecutamos resúmenes para poder pasar página sobre nuestras bobas opiniones y, hasta cierto punto, bañadas en el chocolate amargo del clasismo. Correr mientras amanece por el carril bici de Ferrol, ver grúas y ver mar, rodear muros de acuartelamientos y pequeños parques de ribera, es mucho más interesante para mis ojos que hacer kilómetros por los nuevos desarrollos y sus viejos planteamientos.

Hora y media después de salir de la estación coruñesa, ya sé que haber escogido el centro de la pretendidamente feúcha ciudad de los astilleros ha compensado con creces los seiscientos kilómetros de viaje, el madrugón y la incertidumbre de si esta será la última gran ruta que realice a pie; la de la rotura total de un Aquiles o el dolor definitivo de la cadera. Vienen, en una sucesión moderada y sin agotar al viajero, una colección de puentes, bosquecillos, de callejas y también de rotondas y de trozos de campo sin usar. Persistimos el viento norte y yo, corriendo codo con codo porque la casualidad ha hecho que llevemos la misma dirección.

Los tres tonos del noroeste, el gris del agua, el verde de cualquier lado donde mires y el azul de mentira del gran cielo limpio, danzan despacio a mi alrededor, a medida que contorneo un entrante del mar del fin del mundo.

Miño es un río. Miño también es un municipio que queda al norte de Betanzos, y al que ya llego con más de cuarenta kilómetros recorridos. Me siento unos minutos en la arena infinita de su playa mayor al igual que hice en Pontedeume. Acostumbrados a gente excéntrica, la presencia de un tipo de corto que entra a comprar helado a un autoservicio es una pincelada más de la hora de comer en esta villa costera.

Frente a mí hay una playita a la que se cruza por el Ponte do Porco, al otro lado de la ría, en la que este verano pasado dejamos varados a dos idiotas que embarrancaron una furgoneta en la arena. Él, un tonto con barbitas que había pedido prestada la Volkswagen a un amigo para tirársela, a ella, francesa, cuyo discernimiento de qué es una noche romántica se encontró con la realidad pragmática del noroeste.

Tras la última colina, siguiendo las trazas del Camino de Santiago inglés, se hizo la hora de llegar al café y a la tortilla del debate de si es muy líquida o si es perfecta. Después de cincuenta y tantos kilómetros dejaba caer mi culo, ese no-culo que dice mi mujer que he perdido con tanto correr, sobre una silla de la gran plazota de Betanzos. Hay más gente que sitio en las terrazas. Frente a mí se abre una perfecta representación de cómo eran las plazas extramuros: los comienzos de los burgos medievales. Unos comienzos tan burgueses como mercaderes. Donde el pobre del campo acarreaba (que viene de «carro») riquezas como berzas, gallinas y otras maravillas previas a la revuelta de la agricultura de los productos que se trajeron de América. El noroeste y su relación con América dará para otra reflexión, sin duda.

En unos minutos llegarían a la plaza dos buenos amigos que dejaron todo en cuanto se enteraron, meses antes, sí, de mis intenciones. El auxilio del viajante es algo muy entendido entre los añejos códigos de conducta de este espacio humano gallego. Silvia y Efrén hicieron hueco en sus agendas por si hiciera falta lo que fuese. Lo que fuese fue una tarde y una noche de botellines que se esparció por Casa Ponte, por la calle de la Cordonería y otras mil esquinas más.

«Sigo pensando», decía él, «en cómo explicarle a alguien que me pregunte la idiotez que viniste a hacer desde Madrid«.

Si algún día me buscáis, probablemente esté repitiendo este recorrido de playa en playa, de café en café. Viviendo el noroeste querido. Qué menos que llevarme, cono siempre, mis zapatillas. Las casualidades aquí no existen: se las busca hurgando en los mapas